Cuando nos domina la ira


Era un día martes y prometía ser una jornada como todas, pero algo sucedió...
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David, uno de los hijos de Ibrahim, recibió a su principal proveedor de alfombras, y -en lo mejor de la negociación- comenzaron a discutir. Los gritos, se escucharon en toda la tienda y llenaron el aire de una gran tensión.
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Para intermediar ante aquella situación y liberar al sulfurado joven del ridículo, se acercó su amigo de la infancia, Badhi, quien era un buen entendido del tema, y podía darle un punto de vista más objetivo ante lo que estaba sucediendo.
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Pero David, lleno de ira y fuera de si, no pudo controlar su temperamento, y, en lugar de escuchar a Badhi, terminó descargando su ira contra él, quien nada tenía que ver con su bronca.
Lo agarró de su túnica y le dijo cosas muy hirientes. Como por ejemplo que, estaba cansado de que se metiera siempre en sus asuntos y que, si él vivía pendiente de su vida, era porque él era un fracasado y no podía lidiar, ni siquiera, con su propia vida.
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Ibrahim, observó desde afuera la irracionalidad de aquel cuadro y no pudo reconocer en su hijo esa mala conducta. Fue así que, esperó el momento oportuno, y sin importarle cual fuera la verdadera causa del problema, se acercó a su hijo, lo tomó del hombro y lo llevó hasta su casa.
Allí, y con la paz que lo caracterizaba, le preparó un buen café... y, mientras lo tranquilizaba, le profirió lo siguiente, mirándolo fijamente a los ojos...
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“Hijo, pocas emociones son tan destructivas como la ira. Uno, envuelto en ese halo de oscuridad, comienza a decir o hacer cosas de las cuales es muy difícil regresar. Pero no es uno el que habla. Es nuestro ego alterado quien nos obliga a actuar, para caer siempre bien parado, y es allí donde se produce el quiebre. Pero cuando actuamos sin pensar, perdemos nuestro poder para decidir lo que verdaderamente nos conviene o es acorde a nuestra ética personal. Nos convertimos, de alguna manera, en esclavos de nuestras emociones”.
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“¿Cómo es eso posible?”, le preguntó David.
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“Simple. Muy simple. Y te lo grafico a través de un ejemplo. ¿Ves esta casa? Bien, en esta casa que tan bien conoces”... - y señaló el espacio físico- “naciste y te criaste. Nosotros la fuimos levantando, columna a columna... habitación por habitación. Fueron muchos años de esfuerzo compartido los que necesitamos para que sea lo que hoy es. Cada recuerdo que alberga y cada detalle de ella forma parte de nuestra historia familiar y de lo que siempre quisimos y creímos importante. ¿Que sucedería entonces si, un buen día, me embriago con unos amigos, me peleo con uno de ellos y, al regresar, la incendio... por completo... para descargar mi ira y demostrar mi hombría? ¿Quien sería el más afectado y a la vez el más condenado por mis propios actos? David escuchaba con atención y entendió adonde quería llegar su padre con aquella reflexión. Y una lágrima comenzó a correr por sus mejillas.
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“Nunca volveríamos a recuperar nuestra casa”, le respondió el joven.
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“Así es hijo mío. Nunca la podríamos recuperar. Podríamos levantar una nueva casa... ¡Si! ¡de eso no me cabe la menor duda! ¡Todos somos capaces de eso! Pero ya no sería igual, y no solo por la imposibilidad de reproducir el espacio físico en el que vivimos, sino por ese triste recuerdo que quedaría latente entre nosotros... Lo mismo sucede con la gente que amamos” -continuó- “Cuando uno actúa fuera de así, es imposible ser justos con lo que decimos, por el simple hecho de que no pensamos al hacerlo. Nos dejamos llevar. Respondemos a un impulso y no medimos las consecuencias. En esta vida podemos perder mucho por ser irracionales, así que... cuando vuelvas a tener un problema... alejate y procurá relajarte 5 minutos para poder observar la situación desde afuera. Y solo cuando tengas todo muy claro, actuá, pero midiendo tus actos. Siempre tomá el control de lo que hagas y no permitas que una emoción controle tu vida”.
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