El valor de las cosas




Alto. Moreno. De cejas gruesas, ojos negros y mirada profunda. Un hombre de carácter fuerte y sonrisa de niño. Hablaba solo lo justo y necesario. Su vida era simple por elección ¡No necesitaba grandes cosas para sentirse en paz!. Sus códigos eran inquebrantables y su sabiduría reconocida en todo el lugar.
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Así era Ibrahim… un padre como pocos, que procuraba a cada instante que sus hijos fuesen hombres de bien. Pues sabía que no había herencia mayor que pudiese dejarles.
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Junto a su hijo mayor, Sahid, atendía una pequeña tienda de alfombras, enclavada en el corazón de Marruecos. Este era un lugar muy bonito, lleno de colores y formas por doquier. Podía decirse que era el preferido por todos, porque las mejores alfombras del lugar podían encontrarse ahí.
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Ellos pasaban juntos largas horas, escuchando historias, negociando, comprando y vendiendo. Su trabajo era como un juego en el que se escudaban, para aprender de la vida. Ibrahim siempre decía que no había mejor maestro que el que se escondía dentro de cada uno de nosotros. Un maestro que se manifestaba a través de la observación.
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Un día entró a la tienda Latifa, quien buscaba algo exclusivo para decorar el salón de su boda. ¡Pensaba tomarse toda la tarde si era necesario!
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Mientras Latifa apreciaba el buen gusto encerrado en aquel lugar, observó sin querer la siguiente situación: las personas entraban y salían; las discusiones iban y venían y las cosas –que siempre eran las mismas- nunca se vendían al precio propuesto originariamente por Ibrahim… Al contrario… era como que, el verdadero precio, surgía luego de ser negociado. ¡Y a veces las diferencias eran descomunales!
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¿Cómo podía ser esto posible?
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Trató de no ofender a Ibrahim al cuestionar su “modo” de venta, pero su duda era más grande que su vergüenza y no quiso quedarse con ella. Así que, se acercó a él y le preguntó por qué las cosas cambiaban su valor con cada persona que entraba al lugar.
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Ibrahim, terminó de encender unas velas y de perfumar el ambiente con sándalo. Y con esa serenidad que lo caracterizaba, la miró a los ojos, esbozó una sonrisa y le respondió:
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-“Joven, las cosas no cambian de valor. Las cosas siempre son lo que son. Pero estas no valen por si mismas, sino a través de quienes las valoramos. ¿Ves este pequeño reloj de oro? Para algunos su valor es concreto… ¡cuesta tanto!… Para otros su valor es mayor, porque se encuentra atado -por ejemplo- a un recuerdo. Pero yo puedo presumir que el valor que este reloj posee para la persona que me lo vendió hace un tiempo, es aún mayor, porque al vendermelo, pudo salvar la vida de su niño, quien se encontraba enfermo y sin medicinas. ¿Lográs comprenderme?
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Ahora intentá responderme lo siguiente… ¿Cuántos pagarías tu por recorrer Marruecos? Probablemente nada, porque vives aquí y para ti no tendría sentido alguno pagar por conocer algo que ya conoces. ¿No es cierto? Pero.. ¿Cuánto pagarían los turistas que llegan de todos lados del mundo? ¡Fortunas! ¡Y tan solo para decir que pisaron nuestras tierras y se llevaron nuestros recuerdos!
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Así es el ser humano. Y mi trabajo en esta tienda, no es tan solo que las personas se lleven las alfombras que quieren, sino que se las lleven felices por haber pagado lo que creían que valían. Esto sería algo así como fijar el precio de acuerdo al valor que para cada persona tiene cada cosa. Al final de cuentas… ¿Quién podría cuestionar ese valor si está dentro de nuestra mente?"
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